30 julio 2017

Donde Marte me lleve

 

A Rajiya de Chanterel nunca le habían gustado las historias sobre la guerra, a pesar de haber crecido rodeada de ellas como si en realidad hubiese vivido en tiempo de sangre y caos, preparándose para una guerra cruel que nunca había existido y de la que nunca había participado. Esto se debía a que la mayor parte de su familia había arrastrado consigo generación tras generación los vestigios de una conspiración inexistente. A causa de esto, Rajiya había heredado la responsabilidad de guiar y proteger a su familia, como antaño habían hecho sus predecesoras. Sin embargo, desde que había dado sus primeros pasos, muchos estaban de acuerdo en que ella no era una líder nata. La última de la fila, se distraía fácilmente con cualquier cosa mundana. A menudo su abuela, la matriarca Khadija, la regañaba por dejarse llevar por las heroicas y nobles gestas que en sus libros se narraban y que a ella le resultaban inspiradoras. 

“No deberías dejar que los poetas te mientan con artúricas hazañas”, le decía con gesto serio y mirada gélida, “Pues nadie sabe lo que es una guerra hasta que no tiene más remedio que huir de ella”.

Padecía de insomnio, ansiedad y con frecuencia sufría episodios de paranoia persecutoria. Cada  esquina, sombra o vacío que quedase fuera de su espacio de visión, era lícita de ser considerado una posible amenaza. En el fondo, nadie podía culparla de sentir miedo, pues había crecido preparándose
para luchar contra un enemigo que no existía. 

O al menos eso es lo que Rajiya creyó hasta que un día, sin más, estalló la guerra. Cuando su compañera de catre le pregunta cómo se vivió en su tierra la
revolución, Rajiya la mira de soslayo y le dice “fue como un cambio de estación, casi imperceptible, salvo por el color de las hojas de los árboles. Ahora ya no hay árboles”.
A la edad de veintiséis años, licenciada en Historia y Aplicaciones prácticas de la Alquimia, con una hipoteca al 3% de interés y un perro llamado Gato, Rajiya había sido destinada al tercer escuadrón del Cuervo junto con otras prometedoras figuras de la Biología, la Antropología y la Filosofía (estudiar
Filosofía no te libraba de ser llamada a filas), quienes también habían sido arrancadas de sus cómodos y bohemios despachos.

De alguna forma, Rajiya consiguió hacerse a la guerra y la guerra fue lo que había estado esperando durante toda su vida. En cierta manera, era su vida. Su aliento, su fortaleza, su pesadilla, su ansiedad y su manía persecutoria, y su buena puntería. A pesar de que en ocasiones le resultaba demasiado fácil matar o apretar el gatillo, siempre tenía a bien recordar las últimas palabras de su querida madre antes de partir: 

No te hagas la heroína: los héroes sólo consiguen que otros acaben muertos. Recuerda: la vida es más valiosa que la gloria.

 –¡Eh, ya hemos llegado! –gritó alguien al lado de Rajiya. 

Ésta despertó de su ensimismamiento al tiempo que se ajustaba la correa del rifle de asalto que llevaba en su hombro derecho. Ante ella se alzaba un antiguo caserón que algunos aseguraban no se encontraba en los mapas. La misteriosa casa, con su jardín salvaje que habiendo crecido demasiado proporcionaba cobijo a la infraestructura protegiéndola de los elementos y al mismo tiempo, abriéndose camino entre sus numerosos huecos y grietas, se herejía en mitad de la nada silenciosa, imponente y en secreto. Ni siquiera los lugareños conocían su localización exacta; en realidad, ellos sólo hablaban de oídas y rumores: nadie había sido lo suficientemente loco como para adentrarse en la espesura del bosque para encontrarla. Por ende, cualquier otra persona ajena a la historia y la desgracia de aquellas tierras, sería incapaz de dar con aquel lugar, pues se rumoreaba que desde tiempos de la última república, había
sido hogar de extrañas asociaciones y aquelarres.

El resto de la compañía se aproximó al porche del caserón. Muchos la miraban con recelo, algunos con asombro y Rajiya con apatía. Sólo quería descansar.

Sara, la jefa del escuadrón, llegó al frente desde la retaguardia y fue la primera en entrar. Marcus, su mano derecha, la siguió de cerca con su arma enarbolada. La casa les recibió con un fuerte olor a moho y humedad y una gran cortina de polvo cruzando la estancia. Poco a poco fueron entrando todos hasta que los últimos cerraron las puertas tras de sí.

–Bueno, no es el Taj Mahal, pero podremos descansar –apuntó Petra, la antropóloga mientras depositaba su macuto junto a las escaleras que había justo enfrente de la entrada y que, presumiblemente, llevaban a las plantas superiores.

La compañía respiró aliviada. Llevaban días caminando y aventurándose por la espesura del bosque, siguiendo la orden de buscar un nuevo asentamiento para el campamento clave. Sin embargo, debido a la avanzadilla de la guerra, el escuadrón de reconocimiento había quedado aislado del resto. Así era la guerra: rompe con todo, vínculos, huesos e historias.

Rajiya se dirigió hacia una de las salas contiguas al vestíbulo. Tras una puerta doble se encontró en lo que antaño hubo de ser un sofisticado y acogedor salón victoriano donde los inquilinos y visitantes se sentarían cómodamente bien sobre los sillones de elegantes diseños franceses o bien sobre la gran alfombra persa que decoraba el suelo, teniendo de fondo el crepitar del fuego de la gran chimenea que la pared del centro se encontraba mientras una agradable conversación inundaba la estancia (aunque habría quienes hubiesen preferido una armoniosa lectura recolectada de la gran biblioteca que se alzaba
desde el suelo hasta el techo al fondo del salón). Apenas en aquel instante quedaba vestigio alguno de que allí, en algún tiempo pasado, alguien hubiese disfrutado de una amena charla o una taza de té en porcelana fina. El paso del tiempo y el olvido habían hecho estragos en la biblioteca, reduciendo los libros a montoncitos de polvo llenos de historias y leyendas que ya nadie se atreve a contar por miedo a despertar fantasmas y reabrir heridas innecesariamente.

Recorrió los últimos vestigios sibaritas con los dedos. Poco a poco, se fue adentrando en las entrañas de un recuerdo. Rajiya llegó hasta el final del salón donde había una pequeña puerta. Desde allí accedió a otra sala totalmente distinta a la anterior, pues no tenía suelo ni paredes, estaba a merced de la naturaleza. Alzando la vista, Rajiya se dio cuenta de que por encima de su cabeza se podían ver las vigas que en algún momento habían dado estructura a aquella habitación y la habían resguardado. A pesar de lo insólito que resultaba, en los alrededores no parecía haber ningún tipo de resto que confirmase que allí había habido, en algún momento, otra habitación. Parecía más bien como si hubiera desaparecido completamente. No obstante, el único vestigio que indicaba que aquella parte pertenecía a la casa era un triste y solitario piano colocado en mitad de la nada. Sobre tierra fértil, la vegetación no se había atrevido a trepar por él.

Rajiya se acercó al piano. No tenía polvo y estaba en buen estado. Algo realmente extraño, pero si tenía en cuenta las historias que rodeaban a aquel lugar, en cierta manera, todo era posible, ¡hasta un piano solitario salido de la nada!

Con mesura tocó un pequeño acorde. Después otro. Y otro. Y a esos dos le siguieron otros dos más. Finalmente, Rajiya se vio arrastrada a tocar una melodía procedente de los bajos fondos de su memoria aun sin haber tocado un instrumento en su vida. Pero de alguna forma aquel piano sabía y sentía todo
cuanto el alma de una persona poseía, todo cuanto había dejado atrás y todo cuanto anhelaba. Para Rajiya era demasiado fácil: desearía no haber sabido nunca lo que era una guerra, ni lo que suponía arrebatar una vida una vez tras otra. Desearía poder desaprender cómo disparar un arma y el momento exacto de hacerlo. Desearía poder ser una pringada con una hipoteca y un perro gordo con especial devoción por mordisquear calcetines blancos. Desearía haber podido conocer a su padre, un escritor francés dado a los cruasanes y al vino. Desearía...

–¿Eso es Nights in White Satin?

Rajiya se sobresaltó al escuchar a sus espaldas la voz de Ismael el filósofo cafeísta (del tío que inventó la filosofía de empezar el día con una o dos tazas de café), femenista (porque sí), ecologista y muchos otros –ista. Por su tez pálida y sus zapatillas de esparto, a menudo los otros soldados se reían de él. Pero
Rajiya veía en Ismael un algo, ese algo que muchas compararían con un espécimen de ensueño como Brad Pitt o Mark Ruffalo. Detrás de aquellas gafas de culo de vaso y de aquel peinado hipster y de sus libretas llenas de frases célebres y pasajes de todos los libros que habían sido almacenados dentro de su
cabeza, se hallaba un ser de lo más singular. 

–Sí, algo así –suspiró Rajiya mirando de soslayo el improvisado hacedor de recuerdos.

Ismael la observó todo cuanto sitió que era lo respetuosamente aceptable, sobre todo al tratarse de una mujer como Rajiya. Independientemente de lo que el resto de soldados pensasen, y entre ellos incluía al guasón y descarado Marcus, le resultaba enigmático la persona que se hallaba bajo aquel hiyab negro. Las facciones de Rajiya tendían a ensombrecerse muy de vez en cuando, especialmente cuando el escuadrón era atacado y precisaban de su vista de águila. En otras ocasiones, sencillamente, era como cualquier otra mujer: de tez oscura, ojos vidriosos y marrones, y nariz respingona. 

No supo cuánto tiempo habían estado allí o cuántos minutos había pasado mirándola con absoluta resignación, pero fue la progresiva falta de luz la que le anunció que pronto anochecería y que sería mejor que volviesen al interior de la casa.

Ismael se colocó al lado de Rajiya y rozó con la punta de los dedos la piel descubierta de la mano de ella, que aún permanecía sobre el teclado. De repente, ella le miró y juraría que algo se había roto. Desde hace tiempo, quizás...

Con gran pesar, el joven apartó su mano de la de ella y echó a andar hacia el caserón. Rajiya echó un último vistazo al piano solitario. Ismael era un buen chico, pero al igual que aquel piano, no encajaba en la guerra. Ella pertenecía a la guerra y la guerra la había abrazado.

 

(2016) Donde Marte nos lleve. Antología This is War

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