Elissa Cousland se despierta gritando. Agitada por el repentino despertar mira a su alrededor en busca de algún tipo de señal que le dé estabilidad. Sin embargo, se da cuenta de que está sola. ¿Dónde está Duncan?, se pregunta. Sus armas, su armadura y su colcha no están. Está sola rodeada de la más absoluta oscuridad. Sólo la tenue luz de un débil fuego alumbra el claro en el que está. Los árboles se estremecen a voluntad de un viento frío inmaturo. Le tiemblan las manos y está empapada en sudor. Ni la fina camisa de seda orlesiana ni la armadura de piel de draco están hechas para dormir a la intemperie. Elissa se abraza a sí misma, intentando recomponerse. Un sueño. ¡Todo ha sido culpa de un maldito sueño! Pero un sueño tan aterrador como la propia experiencia vivida. Un sueño repleto de gritos zumbando en sus oídos, de sangre resbalando por sus manos y de llamas rodeando su cuerpo. Es la voz del Duncan de su imaginación quien la trae de vuelta.
Elissa se frota los brazos, las manos y las piernas en busca de algo de calor. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que partieron de Las Costas? ¿Cuántas semanas hace que dejando atrás Pináculo a merced de las llamas y de los soldados de Arl Howe? ¿Qué habrá sido de la gente que vivía en el castillo? ¿Qué humillante destino habrán tenido los cuerpos sin vida de su familia?
Sólo de pensar en ello su cuerpo se estremece y sus ojos se humedecen. Toda su familia, su padre Bryce, su madre Eleanor, la radiante Oriana, el pequeño Oren, incluso el incrédulo Darren, han muerto. La fortaleza, su hogar, ha sido destruida. El único atisbo de esperanza que Elissa alberga recae sobre la posibilidad de que Fergus, su hermano, aún esté vivo, allá en alguna parte. Duncan apenas lo menciona. En realidad, apenas media palabra. Elissa sabe que también es duro para él, pues dejó atrás a un buen amigo. A veces el deber es más poderoso que el sentimiento. Ella sabe que de haber podido, se habría quedado luchando, pero aquél no era su propósito. Duncan acudió a Pináculo con una misión: reclutar a una nueva Guarda y así lo ha hecho. Y así se lo hizo saber a Elissa los primeros días cuando la pérdida aún era reciente y ella sólo quería volver junto a los suyos.
Sólo de pensar en ello su cuerpo se estremece y sus ojos se humedecen. Toda su familia, su padre Bryce, su madre Eleanor, la radiante Oriana, el pequeño Oren, incluso el incrédulo Darren, han muerto. La fortaleza, su hogar, ha sido destruida. El único atisbo de esperanza que Elissa alberga recae sobre la posibilidad de que Fergus, su hermano, aún esté vivo, allá en alguna parte. Duncan apenas lo menciona. En realidad, apenas media palabra. Elissa sabe que también es duro para él, pues dejó atrás a un buen amigo. A veces el deber es más poderoso que el sentimiento. Ella sabe que de haber podido, se habría quedado luchando, pero aquél no era su propósito. Duncan acudió a Pináculo con una misión: reclutar a una nueva Guarda y así lo ha hecho. Y así se lo hizo saber a Elissa los primeros días cuando la pérdida aún era reciente y ella sólo quería volver junto a los suyos.
—Ellos se sacrificaron por ti para que tú pudieras vivir. «En muerte, sacrificio» — recita —. No deshonres su deseo, no hagas que su muerte haya sido en vano.
Palabras duras y afiladas como puñales, pero igualmente verdaderas, tan ciertas que escogerían cualquier corazón, especialmente uno tan joven.
—La armadura sólo nos protege de los golpes que vienen de fuera. —Solía decir su padre durante las sesiones de entrenamiento de los aprendices—. Del dolor no hay muro o hechizo que nos salvaguarde. De nosotros depende abrazarlo o combatirlo.
Elissa tirita. Se encoge aún más en sí misma. Un abrupto resoplido a su lado la sobresalta. Vormund, el perro mabari, gimotea y patalea nervioso. Tal vez a él también le acechen los mismos escabrosos recuerdos. Elissa alarga su mano y le acaricia con ternura la cabeza. El pataleo cesa y el lloro se va apagando hasta que el sonido de su respiración es lo único que acompaña al silencio de la noche.
La joven suspira. Sabe que en cuanto Duncan regrese deberán continuar su travesía. El cansancio se hace presente y los párpados le pesan. Se recuesta cerca del mabari. Lo abraza como puede y esconde su rostro en el cuello de Vormund.
Hace frío. Le pican los brazos y las piernas. Tiene la ropa pegada a la espalda. No hay ruido, sólo añoranza y pesar. Cierra los ojos. Por un instante, quiere olvidar el peso del escudo y la espalda, el roce de la armadura contra la piel desnuda y noble, el olor del cuero y el sudor, las piedrecitas dentro de las botas. Por un momento, quiere recordar los resoplidos de su madre, el ceño fruncido de Nana, las carcajadas ahogadas de su padre, los chillidos de excitación de Oren, las miradas de cómplice de Fergus y Oriana, las manos callosas de Darren tomándola de la barbilla y sus labios secos contra los suyos.
No debería buscar consuelo en los fantasmas.
Palabras duras y afiladas como puñales, pero igualmente verdaderas, tan ciertas que escogerían cualquier corazón, especialmente uno tan joven.
—La armadura sólo nos protege de los golpes que vienen de fuera. —Solía decir su padre durante las sesiones de entrenamiento de los aprendices—. Del dolor no hay muro o hechizo que nos salvaguarde. De nosotros depende abrazarlo o combatirlo.
Elissa tirita. Se encoge aún más en sí misma. Un abrupto resoplido a su lado la sobresalta. Vormund, el perro mabari, gimotea y patalea nervioso. Tal vez a él también le acechen los mismos escabrosos recuerdos. Elissa alarga su mano y le acaricia con ternura la cabeza. El pataleo cesa y el lloro se va apagando hasta que el sonido de su respiración es lo único que acompaña al silencio de la noche.
La joven suspira. Sabe que en cuanto Duncan regrese deberán continuar su travesía. El cansancio se hace presente y los párpados le pesan. Se recuesta cerca del mabari. Lo abraza como puede y esconde su rostro en el cuello de Vormund.
Hace frío. Le pican los brazos y las piernas. Tiene la ropa pegada a la espalda. No hay ruido, sólo añoranza y pesar. Cierra los ojos. Por un instante, quiere olvidar el peso del escudo y la espalda, el roce de la armadura contra la piel desnuda y noble, el olor del cuero y el sudor, las piedrecitas dentro de las botas. Por un momento, quiere recordar los resoplidos de su madre, el ceño fruncido de Nana, las carcajadas ahogadas de su padre, los chillidos de excitación de Oren, las miradas de cómplice de Fergus y Oriana, las manos callosas de Darren tomándola de la barbilla y sus labios secos contra los suyos.
No debería buscar consuelo en los fantasmas.
